domingo, 14 de octubre de 2018

Regalar cajeros a los bancos: otra ocasión desperdiciada de hacer las cosas bien.

Ha sido noticia esta semana. Como los bancos han cerrado miles de oficinas desde la última crisis, en el momento actual hay más de 230 municipios valencianos sin un solo lugar en el que conseguir efectivo o realizar operaciones habituales. ¿La solución de la Generalitat? Proponen que con fondos públicos se financie la instalación de cajeros automáticos multifuncionales que después serán gestionados por las entidades bancarias, o sea, por los mismos que han abandonado esos pueblos. Gran idea: gastemos (otra vez) dinero de todos para dárselo (otra vez) a los bancos. "Es por el bien del pueblo", nos dicen. "Los abueletes no saben operar por internet, ni pagar de modo electrónico". Nobles sentimientos, sí, pero mala estrategia. Sobre todo porque tanto los bancos como sus protectores olvidan contar algunas cosas: que los bancos ya cerraban oficinas antes de la crisis; que las han seguido cerrando después de volver a ganar dinero; y que hubo una época en que todos los pueblos, grandes o pequeños, tenían cajeros humanos y no era gracias a los bancos. Haremos un poco de historia. Bueno, no hace falta: nos limitaremos a refrescar la memoria de cosas que sucedieron no hace tanto.

La Caja Postal de Ahorros.
¿Os acordáis de La Caja Postal? Seguro que sí, sobre todo si alguna vez habéis cobrado una beca de estudios, porque solo se pagaban a través de dicha entidad. Se fundó en 1909, aunque su reglamento se retrasó hasta 1916. Su grandeza era que estaba en todas partes, en todo el territorio nacional, en ámbito urbano o rural, en la costa o en el interior, porque sus sucursales eran las oficinas de Correos. Así es que cualquier ciudadano tenía garantizada la cercanía de una entidad financiera... hasta 1991.
Aquel año nació Argentaria, "la nueva banca pública". La idea era fusionar en una sola corporación la multitud de bancos del Estado: Banco Exterior de España, Banco Hipotecario,​ Banco de Crédito Local,​ Banco de Crédito Agrícola​ y Banco de Crédito Industrial. Nada que objetar, en principio: unificar para mejorar en eficiencia y competitividad. Lo malo es que mejoró para otros, pero ya llegaremos a eso. Argentaria incluyó también la Caja Postal: la única caja de ahorros del Estado desaparecía engullida por un banco, aunque fuese público. ¿La razón? Las oficinas de Correos y sus empleados no podían seguir dedicando su tiempo y recursos a operativas bancarias: otra mentira, como veremos después.
Argentaria, "la nueva banca pública", se fue privatizando a pedacitos entre 1993 y 1998, y en 1999 acabó en las fauces del BBV (podéis verlo en muchos lugares de la hemeroteca, entre otros EN ESTE).
Al menos, los empleados de Correos (que trabajan a destajo, como la mayoría de los españoles que tienen empleo, sean públicos o privados) se verían librados de hacer de cajeros... Pues no, ni por asomo. Es más, tan pronto como Argentaria se "fusionó" con el BBV ("fusión", qué risa), las oficinas de Correos se convirtieron en agentes de Deutsche Bank (AQUÍ), acuerdo que duró hasta 2016 (AQUÍ). Vamos, que los atareados carteros no podían hacer de cajeros para el Estado, pero sí que podían ser alquilados a un banco privado y extranjero. C0n d05 c0j0n35.

Las cajas de ahorros.
Otras víctimas del signo de los tiempos. Las cajas de ahorros nacieron en el siglo XIX, promovidas por las sociedades de "amigos del país", los montes de piedad, las diputaciones y otros organismos, tanto públicos como privados. Eran fundaciones, no empresas, y tenían como finalidad fomentar el ahorro, universalizar el acceso al crédito y promover acciones sociales. Pero eso era demasiado bonito para el fin de milenio. Se "reestructuraron", se fusionaron y se dejaron mangonear por políticos, politiquillos y politiquetes. Al final acabaron quebrando, convirtiéndose en pseudobancos, o absorbidas por bancos.
Muchas de las antiguas cajas eran provinciales, otras regionales, pero las había comarcales y hasta locales. Yo tenía una cartilla en la Caja de Ahorros de Torrente, que fue absorbida por la Caja de Ahorros de Alicante y Murcia (después Caja de Ahorros del Mediterráneo), hasta que llegaron las acciones participativas para convertirse en pseudobanco, y las preferentes para timar abuelitos, y la venta por un euro al Sabadell. Ahora, antigua oficina cerrada, trabajadores exiliados a los cuatro puntos cardinales o despedidos, traslado de cartillas a la oficina del Sabadell y colas enormes para los clientes.
¿Os acordáis de las cajas de ahorros? Pues ya solo quedan dos en toda España: Caixa Ontinyent y Caixa Pollença, auténticas aldeas de testarudos galos. Adiós. Fue bonito mientras duró.
Bueno, siguen existiendo las cajas rurales y otras cooperativas de crédito, pero todos sabemos de su carácter limitado, y mucho me temo que acabarán de forma tan ignominiosa como las cajas de ahorros.

Una modesta proposición.
Así hemos llegado a la situación actual. Las entidades crediticias públicas han sido malvendidas (perdón, privatizadas) y las fundacionales han sido liquidadas (perdón, reestructuradas). Muchos empleados han terminado en la calle o destinados lejos de sus hogares. Las oficinas se han alejado de nuestros domicilios o centros de trabajo, mientras te aconsejan que operes por internet o a través de cajeros automáticos. Una de las consecuencias es que algunos pueblos se han quedado sin oficina. ¿Debe la Generalitat gastarse el dinero en financiar cajeros públicos gestionados por entidades privadas? Pues no. Los pueblos sin oficina bancaria son una magnífica oportunidad para resucitar la banca pública. Al principio, por interés social, la renacida banca podría operar solo en los 230 municipios abandonados por los bancos privados, en vez de regalarles a estos las infraestructuras para su retorno. Después, se centraría en el crédito minorista, la gestión de los créditos ICO, seguiría con los pagos municipales y escolares...
Esos 230 municipios pueden ser una cabeza de puente para retornar a lo que nunca debió desaparecer... u otra ocasión desperdiciada.

lunes, 24 de septiembre de 2018

Enemigos de Esparta, de Sebastián Roa.

Conocí a Sebastián Roa hace mucho, quizá demasiado. Fue en 2008. Se movía con discreción, hablaba con humildad, no pretendía destacar, pero tenía dos novelas publicadas: eso lo convertía en un héroe para los pobres aficionados que llevábamos nuestro mecanoscrito bajo el brazo. Diez años después, convertido en un autor de éxito, reconocido en círculos literarios y académicos, sigue creyendo que la palabra "escritor" le viene grande, a pesar de que él, precisamente él, se la merece sin ningún atisbo de duda.
            Cuando leí el borrador me vinieron a la memoria dos recuerdos de mi infancia. El primero fue la disposición de los hoplitas tebanos en la batalla de Leuctra, en un dibujo del primer tomo de una enciclopedia ("Maravillas de saber"). Allí descubrí la genialidad de Epaminondas y Pelópidas, y esa época tan poco conocida por el gran público: la hegemonía tebana. El segundo recuerdo, si me permitís la digresión, es el de mi abuela en el sofá, viendo una película bélica; intentaba advertir a un soldado de que se había colocado en mala posición y lo iban a matar. No podemos evitar que los errores de los personajes nos atrapen, nos incumban, nos hagan sentir identificados, mucho más que sus aciertos, porque somos humanos y cometemos errores.
            Como lector, tengo mis manías y mis preferncias. La tercera novela de Sebas, "Venganza de Sangre", me pareció una obra maestra, así la reseñé en su día en Hislibris (AQUÍ) y así la sigo considerando. Blasco de Exea era un ser humano que erraba, sufría, descendía a los infiernos, pecaba y se redimía, como cualquiera de nosotros. Luego vino la "trilogía almohade", magnífica sin duda, pero yo seguía echando de menos a Blasco de Exea... hasta hoy. "Enemigos de Esparta" es una gran novela por muchos motivos, pero a mí me enamoraron sus personajes.
            Es históricamente correcta. Discutible como lo es siempre la historia, pero sin errores.  Por poner solo un ejemplo, puede que muchos no compartan la "teoría tracia" de la falange macedonia, con las reformas de Ifícrates y el uso de las "lanzas ciconias", pero es una corriente de opinión entre historiadores de prestigio. Hay licencias, sí, que el propio autor confiesa en su apéndice histórico ("Lo que fue y lo que no fue") siguiendo su honesta costumbre, y nos cuenta qué es real, qué es ficción y qué pudo haber sucedido pero no está en condiciones de demostrar; Sebastián cumple con su obligación de escritor al crear, pero no nos miente. Finalmente, como muchas buenas novelas, divulga a la par que entretiene, puesto que pocos conocen la época de la hegemonía tebana; algunos puede que ni siquiera hayan oído hablar de Tebas. Sí, ya sé que Roa es de los que dicen que no se debe estudiar Historia con las novelas, y es cierto; pero no es menos cierto que, para muchos lectores, una buena novela puede hacer que les entre la curiosidad por unos hechos de los que no tenían la menor idea.
            Desde el punto de vista formal, es impecable. Lenguaje pulcro, claro, correcto, preciso: sin errores. Roa es un hombre minucioso y perfeccionista hasta en el más mínimo detalle. Pero al mismo tiempo es atrevido: la alternacia narrativa pasado/presente, por ejemplo, es un recurso que pocos autores sabrían manejar, y Sebas lo hace con absoluta maestría. No hay páginas de relleno, ni párrafos superfluos; no sobra ni una sola palabra, ni una sola coma. Cualquier escena, por banal que parezca en su momento, tiene su razón de ser y la novela no sería la misma si se suprimiese.
            Como aventura, es magnífica, tanto en lo que respecta a las grandes hazañas bélicas como a los combates singulares. Puede que el término "cinematográfico" para referirse a un estilo de escritura pueda parecer frívolo, pero algunos crecimos con la naricita pegada al televisor, viendo a James Mason luchar contra Stewart Granger en "El prisionero de Zenda", y es así como concebimos la épica.
            Pero yo quiero hablar de sus personajes, en especial de Prómaco, un mercenario de clase baja. Se le ha criticado por ser un "personaje omnipresente": vamos a ver, eso se llama "protagonista". También se ha criticado que se permita dar consejos a los líderes tebanos; no sé qué tiene de raro que un soldado profesional asesore a aristócratas que posiblemente no hayan estado nunca en un campo de batalla.
            En la novela, y en la Historia, hay una visión elitista que se potencia en la novela histórica. Hemos crecido con la Historia de los reyes y las batallas. Los personajes de baja extracción tienen unos papeles definidos, de los que no deben salirse, y están condenados a ser los secundarios de las grandes gestas; solo pueden ser protagonistas de las novelas picarescas, o de terribles dramas sociales sin esperanza. Todos recordamos la frase de Stendhal, cuando dice que "en todos los tiempos, los viles Sanchos Panzas derrotarán a los sublimes Quijotes". ¿Qué tiene de "vil" el pobre Sancho Panza? Kafka también dijo que la principal desgracia del Quijote no era su fantasía, sino Sancho Panza. Con todos mis respetos a Stendhal y Kafka, creo que se equivocan. Aunque otros géneros ya han empezado a cambiar esa mentalidad, la novela histórica resiste, salvo excepciones, contra toda evidencia, como si Napoleón no hubiese sido un teniente de artillería que llegó a emperador de los franceses.
            Una novela histórica puede tener dos protagonistas, de la Historia (con mayúsculas) y de la historia (con minúsculas): el primero protagoniza los grandes hechos; el segundo, el argumento de la novela. No se debe confundir ese "pequeño protagonista" con un narrador ficticio. En "El conde Belisario", Graves nos cuenta la historia del general con los ojos de Eugenio, siervo de Antonina, pero Eugenio NO es el protagonista; Graves sustituye la tercera persona omnisciente por una tercera persona "testigo ocular", eso es todo. En "Enemigos de Esparta", Prómaco SÍ es el protagonista de la novela, el de la historia con minúsculas, mientras Pelópidas y Epaminondas protagonizan la Historia con mayúsculas y sus batallas.
            Además, hay "secundarios de lujo", como Platón, que no son ni mucho menos irrelevantes; a veces, los "secundarios tangenciales" no lo son tanto, y nada sobra en una novela de Sebastián Roa. Como el Platón real, el Platón de Roa nunca habla por hablar, y cada vez que interviene nos da una valiosa pista sobre lo que será el devenir de la novela.
            Cuando era mucho más joven, una mujer enamorada me dijo que en la Edad Media yo hubiera sido un caballero. Yo le dije que no, que hubiera sido un arquero. El caballero nace, ningún lector puede aspirar a serlo. Para el común de los mortales es más fácil sentirse identificado con quien se hace, con aquel que partiendo de la nada alcanza las más altas cimas de la miseria (y que Groucho me perdone por usar su frase sin permiso). Podemos sufrir con quien sufre, dudar con quien duda, llorar con quien llora, y siempre es más fácil si sufre, duda y llora como uno de los nuestros. Por ello, sin negar la grandeza de los trágicos, el pueblo griego acudía en masa a las comedias de Aristófanes. Por eso, sin negar a Shakespeare, generaciones de británicos han devorado los libros de Dickens. Por eso a los españoles nos enternece el Galdós de "Miau", con Ramón de Villaamil, ese parado demasiado mayor para ser readmitido. Si la "novela social" nos muestra gentes comunes, la novela histórica debe hacer lo mismo, porque todas las gentes han vivido las épocas pasadas, y todas son Historia.
            Prómaco no es un caballero, ni siquera es un hoplita: es un peltasta, un hombre de origen humilde, hijo de una viuda... ¿Cómo no voy a sentirme identificado con él? Es un hombre real con defectos reales. Comete errores que podría haber evitado, como ese soldado al que le gritaba mi abuela. Se empecina en seguir caminos equivocados, hace daño a personas que lo quieren... No es "el bueno" maniqueo, perfecto, que hasta huele bien. Es alguien con quien podemos empatizar, alguien que podríamos ser nosotros de haber nacido en aquella época, alguien que vive lo que nosotros hubiéramos vivido. Queremos novelas de honderos, de remeros, de porteadores... de peltastas. Porque somos hijos y nietos de honderos, remeros, porteadores y peltastas, y su Historia es la nuestra. Todos somos Prómaco.
            Quien busque grandes héroes, los encontrará en esta novela: Pelópidas, Górgidas, Epaminondas. Para quien busque héroes de verdad, de los que salen de la tierra, caminan sobre la tierra, y vuelven a la Tierra, aquí está Prómaco. Para contarlo, está Sebastián Roa.
Título: Enemigos de Esparta.
Autor: Sebastián Roa.
Editorial: Ediciones B, 2018.
Tapa dura. 592 páginas.
PVP: 20,80 euros.
Versión electrónica 9,49 euros.