viernes, 14 de enero de 2011

Dos libros que no me han gustado: "Cómo no escribir una novela" y "El peor de los males"



Cómo NO escribir una novela. Howard Mittelmark y Sandra Newman.
Un mal libro, una deshonesta recopilación de manías personales.
El título es atractivo, las críticas citadas son positivas, el tono es humorístico. Los autores, aunque identificados en la contraportada especialmente por su faceta de escritores, asumen el papel de un hipotético editor analizando cuáles son los errores que puede cometer un escritor novel y enseñan cómo evitarlos. Promete mucho, decepciona pronto.
Para empezar, es excesivamente maniqueo. Los textos que incurren en uno solo de los muchos errores descritos son directamente catalogados como “impublicables”. Aunque los ejemplos humorísticos expuestos son, precisamente, inaceptables, su mismo carácter hiperbólico impide saber qué grado de error es aceptable para el presunto editor, si es que hay algún grado de tolerancia.
En segundo lugar, el título debería ser “cómo escribir una novela de Dan Brown”. El objetivo del libro no es la calidad literaria, sino tan sólo “ganar un mogollón de pasta” (textualmente), sacrificando lo que sea necesario con tal fin. La velocidad de lectura, la trama adictiva, el famoso “ritmo trepidante”, son lo único que cuenta. Paradójicamente, el autor/editor consideraría “impublicables” muchos textos y escritores consagrados. Nada de describir la ropa de los personajes: fuera Dominique Lapierre, fuera Raymond Chandler. Nada de descripciones de los escenarios: adiós a Blasco Ibañez. Nada de describir lo que comen los personajes (ridiculizado como “canal cocina”): adiós a Gisbert Haefs. Nada de monólogos interiores: hasta nunca, Yourcenar. Nada que interrumpa el ritmo de infarto, ese que “engancha” (maldita palabra, maldita tendencia).
En tercer lugar, se asume que el lector es un semianalfabeto cuyo único valor es su capacidad de consumo. Se condena el uso de cultismos o la complejidad de la escritura.
En cuarto lugar, algunos de los “errores” son simplemente preferencias individuales, cuando no simples fobias. El autor/editor considera “impublicable” una novela donde aparezca un padre maltratador, “porque es tan poco atractivo en la ficción como en la vida real”: obviamente, “Avenida del Parque 69” es impublicable. Tampoco le gustan los ambientes malsanos y desagradables: “El perfume” de Süskind es impublicable. No se puede relatar la vida cotidiana, ni los problemas de sobrepeso del protagonista: “El diario de Bridget Jones” es impublicable. No se puede retroceder a la infancia del personaje: impublicables “Aníbal” de Haefs, “Africanus” de Posteguillo; impublicable Mary Renault. Nada de gatos, nada de características físicas desagradables...
En quinto lugar, se orienta excesivamente al gusto norteamericano, incluyendo lo políticamente correcto. Aunque critica la corrección política en lo que llama “el vikingo vegetariano”, sin embargo considera impublicables aquellas obras donde no aparezcan mujeres o minorías étnicas. Así mismo, son impublicables los textos que contradigan la visión política generalizada.
Por supuesto, el libro contiene valiosos consejos (como dice un amigo mío, “un reloj parado también da la hora correcta dos veces al día”), pero no puede, ni debe considerarse un texto definitivo ni un manual de estilo.
Al menos, es breve y no muy caro.

Ficha técnica.
Título: Cómo NO escribir una novela.
Autor: Howard Mittelmark y Sandra Newman.
Editorial: Seix Barral. Barcelona, 2010.
Bolsillo. 310 páginas.
PVP: 18 euros


El peor de los males. Thomas Dormandy.
Debería llamarse “el peor de los libros”.
Procedí a su compra ilusionado por tratarse de Historia de la Medicina. Doblemente ilusionado por el tema (historia del tratamiento del dolor), triplemente por barrer desde la antigüedad a la edad moderna, cuádruplemente por ser un ensayo escrito por un supuesto profesional en la materia (un “patologista químico”, sea lo que sea eso en el sistema británico). Cuádruple decepción.
El libro, aunque estructurado en capítulos que aparentemente implican una sistemática seria, es una recopilación de anécdotas, algunas de ellas claramente espurias, otras de difícil credibilidad, otras insuficientemente contrastadas, mezcladas con datos aparentemente verídicos pero cuyo crédito se ve dañado por la duda que ya se ha instalado en el ánimo del lector mínimamente instruido: si ya he pillado tantos gazapos, ¿cómo voy a creerme lo que viene a continuación? Como el listado de churros sería agotador, incluiré sólo algunas de las “perlas” con las que nos obsequia el autor.
En la introducción se nos narra una anécdota sobre Larrey, el cual, tras dejar inconsciente de un puñetazo a un enfermo inquieto (un anónimo coronel), aprovechó la circunstancia para extraerle una bala. Nada que objetar de momento: algunas anécdotas, a la par que indemostrables, son así mismo imposibles de desautorizar. Lo que ya resulta curioso es la afirmación posterior del autor: “golpear a los pacientes hasta dejarlos inconscientes es uno de los métodos de anestesia más antiguos que existen”. Al parecer, Dormandy estudió Historia de la Medicina con los tebeos de Mortadelo y Filemón o escuchando las tópicas chanzas de sus vecinos.
Pero no acaba ahí la cosa. Unas páginas más adelante, resulta que “según la tradición”, César nació por cesárea, y aventura que a ello debe su nombre, que procede de caedo, “cortar”. Qué etimología más fácil y más tonta para esa palabra y ese personaje, además de corresponder a una leyenda tan extendida como falsa y, esta vez sí, claramente falsable. No sólo sabemos que César no nació de esa forma, sino que se conoce la Lex Cesárea, la que establecía que debía abrirse el vientre de toda mujer fallecida durante el final del embarazo o periparto a fin de intentar salvar la vida del nonato. Y no, ni siquiera fue ese César quien la promulgó. Aunque mucha gente lo ignore, hubo cónsules en la familia antes del nacimiento de su miembro más famoso.
Llega el momento del vino, clásico tratamiento tanto del dolor crónico como del agudo, momento en que se nos informa de que sólo los dioses y los humanos beben por motivos distintos de saciar la sed (para asentar lo cual nada mejor que una cita de Plinio). Al parecer sólo los humanos sienten pulsión por el alcohol. Bueno, a los monos les encanta robar las bebidas alcohólicas de los turistas y, además, la cantidad de alcohol ingerido los divide en tres grupos (abstemios, bebedores moderados y alcohólicos) cuyo porcentaje, sorprendentemente, es idéntico al de los seres humanos. Pero lo peor es que no hace falta ser un experto zoólogo para demostrar esa falsedad: todos hemos visto los vídeos de animales de la sabana devorando con avidez los frutos fermentados de marula, y nos hemos reído con el ñu que trastabilla. Yo, personalmente, aún recuerdo cómo el periquito que tenía de pequeño se posaba en el borde de mi jarra para beber cava (entonces se llamaba “champán”) y luego se pegaba cabezazos volando ebrio.
Pasamos a Noé y su embriaguez, donde tampoco es que el autor demuestre un gran concimiento de las Escrituras.
También nos habla de Plinio el Viejo y la bodega de exquisitos vinos que guardaba en su casa, para acabar diciéndonos que tanto uno como otra acabaron sepultados por la lava del Vesubio. Pues no, oiga. Plinio el Viejo no llegó a Pompeya, los gases tóxicos acabaron antes con él, y su casa estaba a salvo al otro lado de la bahía, desde donde su sobrino Plinio el Joven describió con todo lujo de detalles lo que aún hoy se llama erupción pliniana.
A todo esto, ¿hemos dicho algo que tenga que ver con el dolor? ¿A que no? ¿He comprado este libro para saber cómo se llamaba el vino favorito de Plinio? Las anécdotas graciosas están bien para adornar el objetivo del texto, pero no para sustituirlo. Además, tratándose de un químico, esperaba que me explicasen cómo actúa el alcohol, cuál es el mecanismo por el que calma el dolor, si es eficaz o no…
Pasamos al opio, donde Dormandy vuelve a perderse por los cerros de Úbeda, y nos obsequia con otras perlas de su ignorancia, como afirmar que el romano Celso era un rico terrateniente que cultivaba la medicina como pasatiempo, y que escribió una “monumental enciclopedia (…) de la que sólo se han conservado seis volúmenes”; si hubiera leído con detalle sus “ocho libros” (no seis), hubiera comprobado que no sólo era médico, sino también un experto cirujano.
Decepción, dolorosa decepción, que se continúa en el capítulo siguiente, el dedicado a las “Raíces, cortezas, frutos y hojas”. Recurre a varias citas de textos antiguos, donde se nombra vegetales diversos y preparados analgésicos, sólo para decir cosas del tipo “a lo mejor era el eléboro, pero a lo mejor no”. ¿Es efectivo el eléboro? ¿Pudo ser usado en la antigüedad? ¿Qué componente es el responsable de sus efectos, si es que los tiene?
En los capítulos siguientes se oscila entre la seriedad y la chorrada, los datos concisos y la divagación, la certeza y la referencia a chismes, durante casi ochocientas insufribles páginas. Hay algunos datos valiosos y útiles, sí, pero no merece la pena soportar el resto del tocho para acceder a ellos.
A veces, ser el primero de tus conocidos en comprar un libro tiene un coste (36 euros en mi caso), pero al menos te da la ocasión de hacer una reseña y desahogarte.

Ficha técnica.
Título: El peor de los males.
Autor: Thomas Dormandy.
Editorial: Machado libros. Colección Papeles del tiempo. Madrid, 2010.
Rústica. 762 páginas.
PVP: 36 euros.