viernes, 26 de abril de 2013

La codicia de los incapaces.


Thornton Wilder, en "Los idus de marzo", atribuye a César una frase: "hay que contemporizar con la codicia de los hombres capaces". No he logrado rastrearla para averiguar si es cierta o invención del autor, pero desde luego cuadra con el carácter del dictador romano. Durante siglos, los hombres de estado han aceptado la corrupción en sus filas si venía acompañada de una gestión que terminaba en un balance positivo. En otras palabras, si me robas un millón para hacerme ganar diez, haré la vista gorda. Visto así, el enriquecimiento de un político no es diferente de las comisiones que cobra un representante, o de los "objetivos" que cobra un gestor. Cuidado, que no estoy justificando ni defendiendo la corrupción, que me repugna profundamente: solo explico la razón por la que ha sido tolerable durante mucho tiempo. En un sistema capitalista, el beneficio es un objetivo en sí mismo, y es además un objetivo legítimo.
     Pero ahora asistimos a algo que no entraba en la mente del pragmático César: la codicia de los incapaces. Cuando una directora de Mercasantander se gasta una millonada en casinos “online”, cuando unos fiscales no han leído la definición de su cargo en el diccionario de la RAE y se dedican a obstaculizar la justicia en vez de facilitar la labor del juez, cuando los representantes públicos se enriquecen en comunidades autónomas que recortan sus gastos sociales, cuando los directivos de banca cobran sabrosos haberes por llevar sus empresas a la ruina, cuando el presidente de la CEOE cierra una empresa tras otra, descubrimos la devastadora acción conjunta que puede producir la asociación de maldad y estupidez. O de una maldad sin límites, porque solo eso puede explicar que alguien con capacidad no la ejerza y solo disfrute de los beneficios una codicia infinita.
     Estamos inmersos en una crisis de la que solo podremos salir con políticas inteligentes y adaptadas al siglo XXI, pero nuestros incapaces electos se empeñan en gestionarla con medidas del siglo XIX. Hacia 1970, la mitad de los trabajadores de los países más avanzados ya correspondían a los llamados "de cuello blanco", es decir, al sector de los servicios, y el porcentaje de "productores" de los sectores primario y secundario no ha dejado de reducirse desde entonces. Primar la producción de objetos materiales (con planes renove, prever, E o cualquier otra denominación similar, promovidos por cualquiera de los dos partidos mayoritarios) solo funcionaría en un país donde se diesen dos circunstancias muy concretas: una predominancia del sector secundario y un consumo preferente de productos nacionales. Esa no es mi España, me temo. Y en un ataque de escasas luces, tras haber intentado potenciar una fuente de riqueza que ya no lo es, aplicamos unas medidas de austeridad que solo pueden empeorar el problema. Para empezar, el sector terciario, verdadero motor de una economía desarrollada, se basa en la capacidad de los compradores para solicitar servicios, lo cual depende directamente del dinero que tengan en los bolsillos; ninguna subida de IVA, IRPF o IBI resultará favorable, y ningún recorte de salario (o pensión) servirá para nada, como puede deducir cualquiera excepto los idiotas que rigen nuestros destinos. En segundo lugar, estas políticas están castigando, precisamente, a trabajadores de dicho sector, incluyendo los vapuleados y denostados empleados públicos. Hace un siglo que Keynes afirmó que cada dólar de gasto público genera diez de riqueza y a estas alturas hay quien aún no lo sabe. Incluso algún graciosillo dirá algo así como que las teorías de keynesianas no son aplicables a España porque nosotros no tenemos dólares sino euros.
     Todo ello, mientras los dos partidos principales se embarcan en un debate sobre la “renovación de la corona”. “Renovación”, qué graciosos. Por lo visto, además de los incapaces electos nos tocará hablar de los no electos. Tenemos un monarca con cuentas en Suiza heredadas de su papá supuestamente pobre. Se muestra además caduco e incapaz, ejerciendo a unas edades incompatibles con su cargo; a ningún empleado público se le permitiría trabajar en esas condiciones. Tenemos una infanta a la que no se imputa gracias a un fiscal obstruccionista, y cuyo marido podrá fugarse impunemente al extranjero gracias a más obstruccionistas. Tenemos una opacidad de las cuentas de la casa real que se aclara con cuentagotas. Tenemos una marea de banderas tricolores. La única "renovación" posible es la sustitución de la corona real por la corona mural de la Tercera República.