Marco Cornelio no era un Cornelio, a pesar de haber heredado el nombre de sus antepasados, al primero de los cuales se lo otorgó el mismísimo Sila. Marco sólo era un tribuno militar, veterano de mil destinos espantosos, pero ninguno tanto como aquella tierra bárbara e ingrata que era Judea. Así es que cuando el niño judío que hacía de recadero entró en su cuarto de la Torre Antonia interrumpiendo un asqueroso desayuno, caliente por el clima más que por la cocina, ya sabía que nada bueno podía suceder.
-Tribuno, el prefecto te reclama.
Hacía tiempo que había renunciado a escuchar la palabra “señor” de boca de un judío, así es que no prestó atención a la descortesía y se limitó a despedir al chiquillo con un ademán. Camino del despacho de su superior, tuvo tiempo de blasfemar en latín, griego y un poco de arameo. Al entrar, Poncio Pilato estaba de pie, mirando por la ventana. No se molestó en girarse para recibir a su subordinado.
-Cornelio, prepara a tus sirios. Mis informadores me han avisado de que se avecinan disturbios.
-A tus órdenes, mi prefecto. Con tu permiso, ¿puedo acceder a algo más de información?
-Será al mediodía, aquí mismo. Los agitadores han organizado una protesta por la construcción del acueducto.
“Era de esperar, necio patán”, pensó Marco, guardando un prudente silencio mientras rumiaba una respuesta que no contrariase demasiado al prefecto. Pilato quería construir una conducción de agua que mejoraría el suministro de la ciudad, pero para ello había decidido pignorar el tesoro del Templo, un dinero sagrado que no podía emplearse en fines profanos.
-Con el debido respeto, mi prefecto, ¿no podríamos volver atrás? O al menos hacer correr el rumor de que el proyecto se ha suspendido. O que se construirá sólo con dinero romano.
Esta vez, Pilato sí se volvió, fulminando con la mirada a su insolente subalterno.
-No podemos mostrar debilidad ante los judíos.
No, no podían mostrar debilidad, pero había que saber cómo demostrar el poder de Roma. Marco aún recordaba el desagradable incidente sucedido hacía poco, cuando Pilato se encabezonó en mostrar estandartes con la efigie del emperador, contraviniendo las costumbres de la población. Los judíos no podían ser distintos a otros súbditos del imperio, pensaba el todopoderoso Sejano desde la lejana Roma, así es que debían acabarse todos los privilegios; si todos los pueblos rendían homenaje al emperador, no se haría excepciones con nadie. Así es que, de noche y con el mayor sigilo, los estandartes fueron introducidos en la ciudad para que amaneciesen en sus puestos. El escándalo fue mayúsculo, hasta el punto de que el prefecto tuvo que rectificar. Lo que debió ser una muestra del poder romano se convirtió en una victoria de los levantiscos.
-Mi prefecto, no sólo los judíos se oponen al uso de ese tesoro. El divino Augusto, en su sabiduría, nos dio leyes con las que gobernar nuestro imperio, y una de ellas establece claramente que el dinero del Templo de Jerusalén es un dinero sagrado y que cualquier romano que lo toque será reo de sacrilegio.
-¡Tonterías! El divino Augusto está ahora entre los dioses, no entre los hombres. Y un dinero que no se puede utilizar no es dinero de verdad, sólo chatarra inútil. Ese dinero servirá para pagar a los obreros de la construcción que están mano sobre mano desde hace años, circulará por la ciudad y creará cada vez más riqueza. Además, Jerusalén necesita ese acueducto. ¡Roma necesita ese acueducto! Si queremos que Jerusalén sea una ciudad romana, debe parecerlo.
-Mi prefecto, con tu permiso: somos romanos y por tanto racionales, pero no todo el mundo es igual. Confías demasiado en la naturaleza humana. Cuando vean el acueducto, los judíos no pensarán en el agua fresca, sabrosa y saludable, sino tan sólo en las monedas sagradas que los extranjeros han empleado de forma impía.
Pilato enrojeció. Él era un prefecto, miembro del Orden Ecuestre, y no iba a permitir que un descendiente de libertos cuestionase sus órdenes.
-¡Tribuno! He dado una orden y la cumplirás. Al mediodía, tus sirios estarán preparados para repimir una manifestación en las inmediaciones de la Torre Antonia. ¡Y punto!
Marco saludó y se retiró. Era un soldado y había recibido una orden Y punto.
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