Ha dimitido Gallardón. Ha cumplido su palabra. Abandonado a su suerte por su señor, este buen vasallo ha decidido retirarse. Rajoy dice que no va a sacar una nueva ley para que otro gobierno la cambie. Traducido al idioma del resto de los mortales: sabe que no va a ganar las próximas elecciones generales. Sea cual sea el motivo, creo que la mayor parte de nosotros nos felicitamos de la retirada de una ley discutida y discutible, lamentada y lamentable. No aumentará la clandestinidad, ni veremos a nuestras compatriotas dejándose perforar el útero en cuchitril o haciendo turismo sanitario por los países vecinos.
En su momento ya le dejé la palabra a mi amigo, el cirujano griego Higiarco, cuando tuvo que asistir a las consecuencias de un aborto chapucero (podéis refrescar la memoria AQUÍ). Celebremos ahora, con él, que hay otra forma de hacer las cosas, como se han hecho durante miles de años (pese a la hipócrita ceguera de los puritanos) por parte de profesionales competentes. Aunque ahora, por suerte, tenemos medios mejores de los que tenían los antiguos griegos...
Vuelvo a mi tienda. Nicón, cómo no, aparece
para asegurarse de que no descanse. Le cuento lo que ha sucedido con la concubina
de Timodemo. No estoy seguro de que comprenda todo el horror de la situación.
Entiende el dolor de la mujer, el sufrimiento de su amante, la preocupación de
sus compañeras, pero no sabe lo peor de todo: que hay otras formas de hacer las
cosas. La pobre desgraciada hubiera podido salir con bien solo con que hubiera
consultado a un buen médico o a una matrona verdaderamente experta.
La mujer se llama Aglaia. Ha venido a ver a
mi padre y en su rostro se marcan tanto la preocupación como la vergüenza.
-Tengo
un problema. Mi marido está embarcado y yo estoy preñada.
-Cualquier
matrona podría ayudarte. -Sigue ordenando las cosas de su clínica, como si no
prestase atención.
‑No
quiero a cualquier matrona, quiero a Demófilo.
‑Soy
cirujano. Lo que me pides no corresponde a mi arte.
‑Los
cirujanos sanáis a los hombres de sus enfermedades lo mismo que de sus heridas.
Conocéis las hierbas, por eso os llaman "los cortadores de raíces".
‑Tú
lo has dicho, Aglaia: sanamos a los hombres. Los soldados no abortan.
‑Los
soldados tienen amantes, y las amantes tienen maridos. Sabes lo que necesito,
Demófilo, no me hagas suplicártelo más.
Mi
padre asiente. De un estante alto saca una cajita con resina. Con una
cucharilla separa una porción ínfima y la disuelve en una escudilla de agua
hirviendo.
‑Es
raíz de nueza -me susurra, asegurándose de que ella no lo oye-. Venenosa. Hay
que ser muy cuidadoso con la cantidad, o matarás a tu paciente. -Se vuelve
hacia la intranquila mujer- Espera a que se enfríe y tómalo. No salgas de casa
en todo el día porque tendrás mucha diarrea.
‑Podrías
darme un astringente.
‑No
lo haré. La diarrea es necesaria para purgar el exceso de veneno. Si no lo
expulsas, absorberás demasiado y yo no tendré forma de controlar la dosis que
necesitas. Toma también ruda y hojas de ajenjo.
La
mujer espera a que el bebedizo se enfríe y lo traga, entre la avidez y la
repugnancia. Cuando termina, acuerda el precio con mi padre y promete traérselo
al día siguiente.
Nicón me pregunta cuándo fue eso. Las cosas
que pasan en el campamento y las que yo narro de mi infancia transcurren en el
mismo orden, y eso parece demasiada casualidad. Es posible que a veces me
confunda, pero en este caso no tiene importancia. Un año arriba o un año abajo,
qué más da; esas cosas sucedieron y eso es lo importante. Fue en algún momento
de mi infancia, y es irrelevante cuándo exactamente. La formación que recibí de
mi padre fue una rampa, no una escalera: paso a paso, poco a poco. Con algún
escalón de vez en cuando, sí, pero da igual qué peldaño subí primero. Si el
campesino herido fue antes o después que la esposa infiel no afecta a la
verdad: aprendí a curar heridas sucias y aprendí a practicar abortos sin daño
para la mujer.
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